Giordano
Bruno y Baruch Spinoza
A la derecha: imagen de Baruch Spinoza, filósofo judío que se inspiró en parte en las ideas de Bruno y fue anatemizado por los dignatarios de la Sinagoga de Amsterdam. Alejado de todos, murió serenamente el 20 de febrero de 1677 sobreviviendo a las llamas imaginarias de su condena, pero reconocido como uno de los grandes pensadores de su tiempo. Dijo: “El que quiera vengar las injurias con odio recíproco en verdad vivirá desgraciado. Pero el que por el contrario se esfuerce en combatir el odio con amor, luchará contento y seguro...Las almas se conquistan no con las armas sino con amor y generosidad.”
Los
juicios por la libertad de pensamiento.
El Renacimiento es una de esos momentos maravillosos de
Pero para muchos, el espíritu del Renacimiento llegaba aún más lejos. Como lo describe uno de sus más reconocidos estudiosos, Walter Pater, “en su busca tras los placeres de los sentidos y la imaginación, en su amor por lo bello, en su culto del cuerpo, las gentes fueron impelidas más allá de los lindes del ideal cristiano y sus amores fueron muchas veces una extraña idolatría, una extraña religión rival.” (“El Renacimiento” Ed. Inter-americana” Bs. Aires 1944 p. 55)
Esa tal vez haya sido la
desdichada pasión que condujo a un monje napolitano, nacido en Nola, en las
cercanías flamígeras del Vesubio, a mediados del siglo XVI, a embarcarse en
una nueva aventura de la fe, impulsada por la libertad de pensamiento. Eso lo
llevó a entrar en conflicto con
Que se atreviera a sostener que
Giordano Bruno, ya había
publicado en 1584 “De la causa el principio y el uno”, sobre el infinito y
la cosmología y “Del infinito, el universo y sus mundos”, donde iba más
allá del modelo de Copérnico y afirmaba la existencia de infinitos mundos, en
una concepción premonitoria que lo acerca a las actuales proposiciones de la
ciencia. A su paso por París, Londres y Francfort, donde tuviera largas estadías,
fue publicando muchas otras obras que no excluían investigaciones sobre el arte
de la memoria y aún la magia. Se había constituido pues en un verdadero
peligro para
Bruno debía saberlo y por eso cuando regresó a Italia, debió comprender que si se mantenía firme en sus convicciones, pretendiendo un imposible acercamiento con el Papa, acabaría en las llamas de la hoguera. Pese a ello no se retractó. Fue quemado vivo en Campo dei Fiori, Roma, el 19 de febrero de 1600.
Todos sabemos que Galileo, treinta y tres años después, forzado, sí, se retractó. Lo hizo y sus razones –oscuras y profundas que la intimidad de su grandeza preservaría- lo llevaron a aquel “epur si muove” que susurró fuera del alcance de sus torturadores, para que lo escuchara la posteridad. Para entonces, con su telescopio, ya había podido observar la luna y los satélites de Júpiter.
Las comparaciones estarían demás porque el mensaje de libertad fue el mismo.
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¡Parece mentira el poder que puede tener un solo libro! Eso
mismo debe haber pensado Erasmo de Rotterdam, cuando vio la difusión y el éxito
que alcanzó su “Encomium Moriae” –traducida como “El Elogio de
La obra, que en apariencia solo
tenía las pretensiones de una broma alocada, tiene como protagonista a la
propia “Locura”, que es presentada desde el inicio por el autor, diciendo:
“soy yo y solamente yo quien, por mis influjos divinos, esparzo la alegría
sobre los dioses y los hombres.” (Ediciones Zeus –Barcelona- 1968 p. 25)
Pero apenas se entra en su lectura y pasando sobre la crítica mordaz acerca de
príncipes, guerreros , jurisconsultos y teólogos, se descubre la denuncia
sobre el tráfico de las indulgencias con las que se compraba la salvación de
los pecados y otros excesos de la falsa religiosidad de su tiempo, de lo que no
escapan ni los propios pontífices: “…son los malos papas –diría- que por
su silencio hacen que Jesucristo sea olvidado, que trafican vergonzosamente con
sus prebendas, corrompen la doctrina con interpretaciones forzadas y la
destruyen completamente con el contagioso ejemplo de sus costumbres
desordenadas.” (ob. cit. p. 115) Erasmo tenía por qué saberlo; él mismo era
hijo de otro cura, que lo había cuidado solícitamente. Su contemporáneo, el
papa Borgia, Alejandro VI –el padre de los no menos célebres César y
Lucrecia- era quien seguramente estaba en su recuerdo en esos momentos. Esta
obra revolucionaria se publicó en 1511 y fue incorporada al Index de las obras
prohibidas por
Giordano Bruno, a la edad de
quince años, ingresó en el Monasterio de Santo Domenico de Nápoles, para
seguir la carrera sacerdotal. Era un chico vivaz aunque algo inquieto y su
padre, un soldado del virrey español que gobernaba la ciudad, entendió que la
carrera eclesiástica podía brindarle las comodidades de una vida segura. Era
un curioso y ávido lector y, según se dice, solía leer a hurtadillas un
ejemplar de “El Elogio de
Comenzó así su vida
aventurera. En 1579 estuvo en Ginebra donde fue arrestado por los calvinistas
que –pese a sus diferencias con los católicos- lo apercibieron por sus ideas,
que contrariaban su convicción rígida de que todo en la vida debía estar
dirigido a la glorificación de Dios, rechazando el pensamiento liberal. De allí
pasó a Toulouse y luego a Paris, devastada por la guerra religiosa entre católicos
y protestantes, que todavía conservaba el recuerdo terrible de la noche de San
Bartolomé. Allí trabó amistad con el rey Enrique III y consiguió una
cátedra en
Pero Bruno deseaba volver. Le diría después a sus jueces: “Deseaba explicar mi caso, ser absuelto por mi mala conducta y que se me permitiera llevar el hábito clerical sin depender de la autoridad monástica…” Para ello deseaba ser recibido por el Papa, en ese momento Sixto V, “pues he sabido que ama a los hombres de recto proceder.” (ob. cit. p. 120) Bruno había llegado a la conclusión de que era necesario unir a la religión y pensaba que aquel Papa era el indicado para hacerlo. Por eso se decidió a volver.
Mientras tanto su pensamiento había quedado definitivamente expuesto: la explicación panteísta de la eucaristía y en definitiva del universo total; su concepción heliocéntrica que superaba el modelo aristotélico, que hacía del hombre y la tierra el centro de todo y creía que la simple observación de la piedra cayendo sobre ella era la prueba de su hegemonía y, finalmente, la percepción de la infinitud del universo que ultrapasaba la visión copernicana. Bruno decía: “Hay incontables soles y una infinidad de planetas que giran alrededor de sus soles de la misma manera en que nuestros siete planetas giran alrededor del nuestro.” (cit. White –p.82) Eso abría la posibilidad de que existieran otros mundos, otros seres inteligentes y otros dioses.
Pero había algo más. Aunque Bruno reconocía que la magia ritual y la tradición ocultista, no pasaban muchas veces de meras fantasías y supersticiones, tampoco desdeñaba su investigación como forma de conocimiento y los efectos que con ellas podían lograrse por la vía de la sugestión en los abismos de la mente humana. Para ello hay que tener en cuenta también la época en que se movía. Partiendo de la base de relacionar antiguas religiones y ritos con el cristianismo, se acercaba a la fusión de lo oculto con lo sagrado y, siguiendo la tentación de muchos otros hombres del Renacimiento, volvía a las fuentes de un saber primitivo. Porque el Renacimiento también fue, en el bello decir de Pater: “el retorno de aquella Venus antigua, no muerta, pero sí solamente escondida en las cavernas del Venusberg y de aquellos viejos dioses paganos aún errantes, aquí y allí sobre la tierra, bajo toda clase de disfraces.” (“El Renacimiento” ct. P.55)
Pero todo eso era mucho más de
lo que
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El 26 de mayo de 1592, en el Palacio Patriarcal de Venecia, dio comienzo el primer proceso que se seguiría contra Bruno, a raíz de la denuncia cursada ante el Santo Oficio, por Giovanni Mocenigo. Este era un rico comerciante veneciano, que podía darse el lujo de aspirar a ser instruido en los secretos mnemotécnicos y conocimientos filosóficos del monje napolitano, para lo cual lo había convocado con la promesa de una buena remuneración. Bruno había comenzado sus investigaciones sobre el buen uso de la memoria en su juventud y publicó su primera obra “Ars Memoriae” en París, en 1582. Si tenemos en cuenta la dificultad que existía para hacerse de los costosos libros y retener la información, se comprende fácilmente la utilidad de estos trabajos, en los que Bruno se valía de la simbología y anticipaba el valor de los íconos, con los que actualmente tanto nos hemos familiarizado a través de la moderna informática. Fue otra de sus anticipaciones.
Mocenigo quiso aprender algo sin
conseguirlo, tal vez por aquello de que “lo que natura non da Salamanca non
presta”, porque Bruno, absorbido por sus elucubraciones, no le prestaba toda
la atención que requería o porque pretendía de él un saber mágico que no
estaba en condiciones de darle. Lo cierto es que alimentó un gran resentimiento
-pues se consideraba burlado- y no
encontró mejor forma de saciarlo que denunciando al monje ante
Las actas del juicio de Venecia y un fragmento del romano, bajo el papado de Clemente VIII, fueron halladas en un archivo del Vaticano, a mediados del siglo XIX. En 1925 el Cardenal Angelo Mercati ubicó en otro archivo secreto documentos del juicio de Roma, incluyendo la sentencia final, todo lo cual dio a conocer en una publicación de 1940, bajo el título “Summario del processo di Giordano Bruno”. (Cfr- White ob cit. p.18)
Los tribunales venecianos, a diferencia de los romanos y pese a su mala fama, funcionaban con mayores garantías. En Roma los juicios eran secretos, mientras que en Venecia actuaban tres jueces que eran acompañados por un observador de la ciudad-estado. Pese a ello Bruno no tuvo abogado y no dispuso siquiera de tiempo para preparar su propia defensa, permaneciendo encarcelado en las condiciones más penosas.
Los jueces en el proceso fueron el nuncio apostólico Ludovico Taberna y el padre inquisidor Giovanni Gabrielle, asumiendo la representación oficial Laurentio Priuli, un ex embajador veneciano en París. El observador era Aloysio Fuscari. Inmediatamente de leídos los documentos de la acusación, fueron convocados como testigos dos libreros, Giovanni “Ciotto” Battista y Jacobo Britano, que hacían negocios con literatura ocultista y habían sido mencionados por Mocenigo en apoyo de sus acusaciones. Ambos se mostraron muy cautos y no dejaron mal parado a Bruno.
El acusado fue llamado inmediatamente a declarar y comenzó haciendo un relato de su vida pasada, desde su ordenación como sacerdote hasta su retorno a Italia, sin omitir detalles respecto de su huída y de su periplo por el norte europeo, pero afirmando su permanente fe católica, sin renunciar a sus propias convicciones.
Después de oír la historia de
Bruno, los jueces convocaron al padre superior, Fra Domenico, quien
declaró favorablemente al acusado, señalando que le había manifestado “que
deseaba llevar una existencia tranquila y escribir un libro que, merced a un
importante valedor, lo ofrecería a su Beatitud para obtener su perdón”
Cuando los jueces le mostraron sus obras, dijo el acusado, poniendo la
mano sobre la pila de libros: “Estas obras son puramente filosóficas y
sostengo que el intelecto debería ser libre de investigar con tal que no
dispute la autoridad divina, sino que se someta a ella.”Y agregó: “Ahora
bien comprendo que todos los atributos son uno y el mismo en
Bruno se había defendido brillantemente -incluso cuando se le inculpaban sus contactos con monarcas extranjeros o sus vínculos con los ocultistas- pero flotaba en el ambiente que iba a ser condenado y el acusado lo presentía. Sin embargo, aquellos jueces vacilaron. Bruno se había arrojado a sus pies exclamando: “Pido humildemente perdón a Dios y al Tribunal. Lo único que deseo es que mi castigo sea llevado a cabo en privado para así no atraer la atención hacia el hábito que llevo.”
Y entonces el tribunal se valió
de una pirueta procesal, para lavarse las manos al mejor estilo de Poncio
Pilato. El Santo Oficio romano había dirigido una carta al veneciano
solicitando la extradición de Bruno, para lo cual se necesitaba la aprobación
del dogo, máxima autoridad de gobierno, Pasquale Cicogna. Y este dudaba porque
se sentaría un mal precedente. Pero entonces un famoso letrado, Federico
Contarini, convocado por el tribunal encontró la solución. Los crímenes según
él existían: el acusado había tenido tratos con herejes y huido al extranjero
para llevar una vida licenciosa y diabólica; pero además Bruno no era
ciudadano veneciano y algo peor -en aquella ciudad de mercaderes- había estado
vendiendo sus libros en Venecia sin pagar impuestos por ello. Se concluía:
“El acusado ha pedido con insistencia se lo vuelva a admitir en el seno de
Al día siguiente el prisionero fue embarcado con destino a Ancona. De allí fue conducido por tierra a Roma.
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Giordano Bruno estuvo preso siete años en Roma, en una celda lúgubre de
No se han conservado antecedentes sobre ese largo período en el que se supone que el Santo Oficio estuvo tratando de reunir pruebas contra Bruno. Tampoco se sabe si fue torturado. La primera constancia oficial del juicio de Roma se remonta al 14 de enero de 1599 y de allí surge que intervino una congregación de ocho cardenales, siete coadjutores y un notario, que seleccionó como acusación ocho herejías atribuidas a Bruno, sin que se especificaran cuáles. (White ob. cit. p 163) Se le dio un plazo de cuarenta días que de hecho se extendió a nueve meses para que se retractara de sus afirmaciones, pero Bruno se mantuvo firme. El 21 de diciembre de 1599 fue llevado nuevamente a declarar ante los Cardenales, con la presencia de Belarmino y Severina. Cuando se le preguntó si se retractaba, contestó: “No lo haré. No tengo nada a lo que deba renunciar y tampoco sé a lo que debería renunciar.” Se acercaban las fiestas navideñas y dos académicos fueron comisionados para que entrevistaran al prisionero en su celda a fin de obtener su retractación y luego se sumó a ellos el propio confesor personal de Clemente, pero todo fue inútil. Bruno continuaba manteniéndose firme. Es probable que supiera que sería condenado de cualquier forma.
Finalmente, el 9 de febrero de
1600 se dictó la sentencia: “En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de
su Gloriosísima Madre
El gran escritor australiano Morris West hizo el esfuerzo de tratar de reconstruir en una novela, que tituló “La última Confesión”, los postreros momentos de Bruno en la cárcel de Roma, dando vida literaria a sus recuerdos y reflexiones -frente a la inminencia de su fin- con maestría y profundidad. Lo curioso es que el escritor no pudo terminar su novela porque su propia muerte lo sorprendió, cuando describía la angustia de Bruno que aguardaba la sentencia de condena. La obra fue publicada por los familiares de West, con un epílogo escrito por Beryl Barraclough, en el que se incluye la sentencia y describe la ejecución de Bruno. (Javier Vergara Editor –Bs Aires- 2000)
West que también investigó en los archivos los procesos de Venecia y Roma, intentó trazar un retrato de Bruno, en sus facetas más humanas, sin ocultar los aspectos desordenados de su vida, su inclinación a los placeres mundanos y sus contradicciones como filósofo. En uno de los mejores pasajes, su pluma le hace decir al monje cautivo: “Lo que en éste, mi último testamento, quiero decir es que sé quién soy, quién he sido y qué se cree que soy: un sacerdote réprobo, un monje fugitivo, un mago con una caja de trucos de prestidigitador, un fanfarrón, un embustero, un pretencioso portador de antorchas afanándose en su propia oscuridad, locuaz en el diálogo, viperino en el debate. ¡Todo eso! ¡Más, si encontráis las palabras” (Ob. cit. p. 99)
¿Sería realmente así, Giordano Bruno?
Lo cierto es que Morris West no ocultaba su admiración por él. En un comentario de su propia obra dijo: “Cuanto más lo conocía, más moderno me parecía, más relevante para nuestra época. Pensamos que somos más libres que él, cuando en realidad estamos más severamente limitados. La libertad que resulta más laboriosa de mantener es la libertad de equivocarse.”
En las primeras horas del 17 de febrero de 1600 Bruno fue conducido a la plaza del viejo mercado de Roma, Campo dei Fiori, atado a un poste y quemado vivo. Allí en 1889 se erigió una gran imagen de bronce en su memoria, con una dedicatoria “A Giordano Bruno; el siglo que él anticipó. En Roma, donde fue quemado en la pira.”
En un poema escrito en su juventud, que Morris West recuerda en su obra, Bruno había dicho:
“…Había en mí
Lo que ningún siglo futuro
Podrá negar: no temí morir,
Preferí una muerte valiente a una vida sin combates”
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En ese tránsito hacia la libertad, del Renacimiento a la Época Moderna,
la intolerancia religiosa no fue una exclusividad de
Los judíos habían tenido una
vida feliz en la península ibérica, donde además de sus actividades
comerciales y financieras, absorbieron y desarrollaron el conocimiento matemático,
científico y filosófico de los árabes y se integraron sin fricciones con la
comunidad cristiana. Eso fue así particularmente en Portugal, donde Enrique el
Navegante aprovechó sus apoyos para la conquista de los mares que inauguró la
expansión lusitana. Pero, más tarde, los portugueses se sumaron a la persecución
iniciada por los reyes católicos de España que habían dispuesto la expulsión
de los judíos, poco después de la conquista de Granada y un mes antes de la
aventura de Colón, en 1492.
Un descendiente de aquellos judíos
portugueses fue Baruch Spinoza, hijo de un comerciante, nacido en 1632, quien
estudiaba la religión e historia de su pueblo en
“¡Qué riqueza de ideas bullía en aquel romántico italiano! En primer lugar la idea central de la unidad: toda la realidad es una por sustancia, una por su causa, una por su origen. Y Dios y esta realidad son una misma cosa. Es más, para Bruno espíritu y materia son lo mismo; cada partícula de la realidad es un compuesto indivisible de lo físico y lo psíquico. El objeto de la filosofía, por lo tanto, consiste en percibir la unidad en la diversidad, el espíritu en la materia; en hallar la síntesis en que los opuestos y las contradicciones se encuentran y confunden; en elevarse al más alto conocimiento de la unidad universal, que es el equivalente intelectual del amor de Dios. Cada una de estas ideas se hizo parte integrante de la íntima estructura del pensamiento de Spinoza.” (Ob. cit. Joaquín Gil Editor –Bs. Aires -1952- p. 191)
Siguiendo esa línea de pensamiento, ya en la médula del universalismo - del todo en las partes y las partes en el todo- de la dialéctica que culmina en la síntesis de los opuestos, el paso siguiente de su desarrollo filosófico, fue la incorporación de la introspección subjetivista de Descartes, su contemporáneo: aquel “pienso, luego existo…” Era el comienzo del idealismo,de Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, Kant y Hegel. Y también el de la lucha contra el materialismo que arrancaría de Bacon y pasaría por Bentham para llegar a William James.
Pero de aquel legado griego que recogía Spinoza, tampoco habría que excluir una de las vertientes del pensamiento renacentista: el de Pitágoras y Euclides, el mundo regido por las leyes matemáticas y la mecánica física, -que el cura florentino Luca Paccioli, había compartido con Leonardo Da Vinci y desarrollaría luego Galileo- a través del misterio de su regla escondida: la divina proporción, la sección áurea, que rompe el equilibrio axial, estático y da paso al movimiento. “Me propongo escribir sobre los seres humanos –dijo Spinoza- como si se tratara de líneas, planos y sólidos”. Pero ello no lo apartaría de una profunda percepción de la naturaleza humana –muy renacentista- cuando decía: “Me he aplicado cuidadosamente no a reírme, ni a llorar, ni a indignarme por las acciones humanas, sino a comprenderlas; y con este fin he considerado las pasiones…no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades que le pertenecen, lo mismo que a la naturaleza de la atmósfera pertenecen el calor, el frío, la tempestad, el trueno, etc.” (ob.cit. p.220)
En su concepción ética, inspirado tal vez en el pensamiento de Giordano Bruno, explicaría la inmersión del individuo en el todo, de la siguiente manera: “Nuestro espíritu, en cuanto entiende, es un modo eterno de pensar; y este por otro y así al infinito; de manera que todos estos modos juntos, constituyen la inteligencia eterna e infinita de Dios.” (ob. cit. p. 230)
Esta sería su idea en cuanto a la inmortalidad: todos en cuanto partes de ese conjunto somos inmortales.
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Unidos tal vez en las bases de su filosofía, Bruno y Spinoza compartirían
también el castigo de la intolerancia. Al igual que Bruno que fue llamado a
comparecer ante
Como la congregación hebrea no
tenía el respaldo del poder político, a diferencia de
La sentencia, que Will Durant reproduce en su obra, decía así:
“Los jefes del Consejo Eclesiástico por la presente hacen saber, que ya bien informados de las culpables opiniones y hechos de Baruch Spinoza, se han esforzado de varias maneras y con diversas promesas, en atraerlo al buen camino; pero como no han podido convertirle a mejor manera de pensar, antes al contrario, cada día se han podido convencer más de las horribles herejías sostenidas y confesadas por él, y de la insolencia con que estas herejías son propagadas y divulgadas fuera del país; y habiendo muchas personas dignas de crédito dado testimonio de todo esto en presencia del susodicho Spinoza, ha quedado completamente convicto. Habiendo sido examinado todo este asunto ante los jefes del consejo eclesiástico, se ha decidido, con el asenso de todos los consejeros, anatematizar al mencionado Spinoza, segregarle del pueblo de Israel y desde la hora presente ponerlo en anatema por la siguiente maldición:
Por el juicio de los ángeles y
la sentencia de los santos, anatematizamos, execramos, maldecimos y rechazamos a
Baruch Spinoza, con el asentimiento de toda la sagrada comunidad, en presencia
de los libros sagrados con sus seiscientos trece preceptos, y pronunciamos
contra él la maldición con que Eliseo maldijo a los hijos, y con todas las
maldiciones escritas en el Libro de
Como no tenían el poder de
condenarlo a las llamas de la hoguera –como ocurriera con Bruno-
lo condenaban a las llamas de las palabras, pero - lo más terrible-
a una especie de muerte inmaterial e infamante que el derecho conoció más
tarde bajo el nombre siniestro de “muerte civil”. Will Durant, con mucha
benevolencia, atribuye esta sentencia cruel y excesiva a la necesidad de
complacer a las autoridades cristianas holandesas, que habían brindado protección
a los judíos, frente a alguien que significaba un peligro para todos por sus
ideas. Pero agrega que trataban sobre todo de defender la unidad de su culto,
que se simbolizaba en
El excomulgado tomó su castigo con tranquilidad. Pero la soledad y sobre todo la soledad frente a un pueblo al que se pertenece, siempre es un terrible golpe. Su padre lo echó de su casa y su hermana quiso quitarle la herencia; Spinoza ganó el pleito que se siguió, pero terminó regalándole los bienes que le pertenecían, en un gesto que habla de su desprendimiento material. Sus antiguos amigos se apartaron de él y hasta tuvo que soportar que alguien quisiera apuñalarlo, recibiendo una herida en el cuello.
Pero
con la fuerza de su espíritu todo lo superó. Se mudó a un barrio alejado de
Ámsterdam y cambió su nombre de Baruch, por el de Benedicto. Se ganó entonces
la vida enseñando en una pequeña escuela y volviendo a ejercer su oficio de óptico,
pero siguió filosofando y comenzó a escribir y publicar sus obras. Más tarde
regresó a Ámsterdam y después se estableció en
El 20 de febrero de 1677, cuando sólo contaba cuarenta y cuatro años, Spinoza, víctima de una enfermedad pulmonar, falleció serenamente en los brazos de su amigo y médico personal, el Dr.Meyer. Filósofos y magistrados se unieron al pueblo para acompañarlo hasta su sepultura.
Había sobrevivido a las llamas imaginarias de su condena y soportado dignamente su injusticia y no debe extrañar que llegara a escribir:
“El que quiera vengar las injurias con odio recíproco, en verdad vivirá desgraciado. Pero el que por el contrario, se esfuerce en combatir el odio con amor, luchará contento y seguro, y podrá lo mismo resistir a un hombre que a muchos y apenas si necesitará el auxilio de la fortuna…Las almas se conquistan no con las armas sino con amor y generosidad.”
Will Durant ha dicho: “En pasajes como éste, Spinoza vislumbra algunos rayos de la luz que brilló en las montañas de Galilea” (ob.cit. p.224) Es posible que así fuera. Spinoza –que no se había incorporado a otra fe que no fuera la de sus mayores- no marcaba diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y consideraba a las religiones judía y cristiana como una sola.
También por eso él y Giordano Bruno pueden ser recordados juntos.
El conteo comenzó el 1/1/2014